Diego del Pozo
REMOVER TIERRA, EMOCIONA.
Hace un mes habló el jefe, dando su visión de la campaña de este verano en San Juan del Olmo... Ahora me toca a mí, a uno de los padawans de la arqueología en comunidad. Mientras escribo estas líneas, decenas de recuerdos buenos invaden mi mente y querría contarlos todos. Y es que esto de la arqueología publica, en comunidad, con las gentes y su paisaje, te marca, y mucho. Que esos habitantes de Grajos, que no nos conocía de nada, voluntarias y voluntarios de los rincones más recónditos del país, ¡Incluso de Colombia! nos hayan cogido ese cariño y ahora nos echen de menos, no tienen precio. Es eso, arqueología emocional. Que de una profesión tan poco conocida de verdad como la arqueología, la entiendan, la compartan e incluso se interesen por ella más allá de lo que el equipo hicimos, tampoco tiene precio. Hasta la más mínima conversación con cualquiera de los habitantes de Grajos nos aportaba algo, sobre el paisaje, su relación con él, entre ellos y su valor sentimental que los ata a esa maravilla sin horadar por el tiempo que nosotros llamamos Sierra de Ávila y que allí llaman hogar.
Un hogar que pese a los crudos inviernos y a veces sofocantes veranos, aman con locura y se niegan a dejar que muera, que caiga en el olvido. El olvido es el gran enemigo. La memoria colectiva su mayor arma. Sus lazos de unión entre botellines de cerveza, torreznos y partidas de calva. Tras este folklore, está la historia y es esta historia la que tenemos que proteger y, porque no, algo que les ayude a salir del pozo en el que la España vacía está cayendo.
La ilusión y las ganas con el proyecto son increíbles. Miguel, Charly, Pilar, María… y así con decenas de personas que ven como esto va más allá de buscar restos en los miles de años de presencia humana en la sierra abulense. Y nos ven a los y las voluntarios y voluntarias como les ayudamos a ello y juntos llevamos a cabo, que con sus más y sus menos, una excavación increíble. El proyecto ya está en el campo, ya lo tenemos vivo y va a vivir muchos, muchos años. Tantos como quieran las gentes de ese paisaje detenido en el tiempo como es la Sierra de Ávila. En sus ojos se ve esa ilusión por su tierra, esa que por muy lejos que algunos estén, siempre vuelven. Vuelven a ese frio, a esas calles estrechas, a esas risas en La Sindi o el Bar Sonia, esos pinchos y botellines compartidos. La tierra siempre tira, decía mi abuelo. Y eso lo he podido comprobar de primera mano entre pico, paletín y cubos de tierra. Cuando venían a ayudarnos, lo hacían por amor a ese suelo que pisan, por aprender de todos nosotros y nosotras, un aprendizaje reciproco. Todo esto, para mí, es la arqueología en comunidad, una arqueología emocional.
¿Pero cuál es el fin de todo esto? Muy fácil. Ser útiles. Cuando nos preguntan para qué vale la historia, para qué sirve la arqueología, de que nos vale saber de geología o folklore. Somos y seremos útiles porque queremos la supervivencia del campo, del monte, de sus aromas a romero y de sus silbidos de ave. Rebuscamos en el pasado para construir un futuro, un futuro de turismo, de patrimonio y de memoria histórica. Esa memoria histórica que nos ha hecho conocer a Santos y su historia en El Humilladero, al guerrillero Garrido y su partida de bandoleros que grandes aventuras nos quedan por contar de él o que nos pique el gusanillo sobre qué es Abulaga, y que se esconde en las decenas de yacimientos de nuestro paisaje.
Como solemos decir, la arqueología nos lo dirá. Las gentes también. Porque hemos hecho de ellos y ellas, activos de su patrimonio y guardianes del mismo. Nuestro trabajo no ha hecho más que comenzar. Como dice Xurxo Ayan, que hacemos nuestro, el futuro está en las piedras.

Añado por último unos versos de Antonio Machado que evocan a la memoria de la tierra, nuestro hogar:
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?